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Alma detestaba que dieran por supuesto que el “Superior” fuera un hombre, o más bien, masculino. Sabía que estos pensamientos podían meterla en problemas, tanto por cuestionar la identidad del ser supremo, como por hablar de él como si fuera un simple humano.
Sus rezos comenzaron a titubear y su humor se oscureció más.
Las cosas que pensaba eran las que la hacían sentir distinta. Diferente a todos los demás. La hacían sentirse rara, incluso dentro de los “raros” como ya de por si los consideraban a todos ellos el resto de las personas.
La verdad es que si no hubiera sido testigo de tantos milagros o sucesos inexplicables como lo había sido, de seguro habría abandonado ese camino.
Pero no podía negar la veracidad de los actos de fe que había presenciado.
Heridas sanadas. Catástrofes evitadas. Incluso apariciones oportunas.
Sin ir más lejos, su madre había sanado a su padre de una terrible enfermedad luego de varias semanas de deterioro y pérdida de esperanza por los doctores del pueblo. Ella no se había apartado ni un minuto de su marido, rezando sin descanso durante días. Cuando en el pueblo se enteraron de la milagrosa curación, contrariamente a lo esperado, el recelo y enfado que sentían hacia ellos y su clan había aumentado. Una prueba más del temor a lo desconocido.

Otra ráfaga helada la devolvió a la realidad. Notó entonces sus labios pegados hace rato, al parecer ya no estaba elevando ninguna oración. Quiso levantarse e irse a la cama, su cuerpo se lo imploraba. Maldijo su carne débil y lloró por dentro.
Tenía que seguir. Ese era su castigo. Uno impuesto por ella misma, por no poder lograr una conexión. Por ser un bicho raro que pensaba cosas impuras y subversivas.

Miró el viejo reloj colgado de la pared. Las 02:15. Quedaba una larga noche por delante.

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