En
otra habitación, Clara miraba un viejo retrato familiar. Podía ver el paso del
tiempo impreso en la fotografía y reflejado en sus manos. En el retrato, su
marido tomaba a su pequeña Alma del hombro y la enderezaba para la foto. Alma
miraba con miedo. Como un borrego al ser separado de su madre. Su versión 8 años
más joven de ella misma estaba parada rígida junto a su marido. Nadie sonreía.
Otra persona habría dudado, o cuestionado esa fotografía. A ella le parecía la
más hermosa del mundo. Quizás le habría gustado que Alma no hubiera mostrado
terror. Pero Alma siempre lo mostraba, o al menos lo había hecho hasta su
adolescencia. Últimamente ya no era miedo lo que reflejaba, si no desdicha. Y
culpa. Mucha culpa se vislumbraba en sus ojos. Esos pequeños y tristes ojos
colorados que había heredado de quién sabe dónde; al igual que su ígneo y
brillante cabello. Parecía tener su pelo en llamas constantemente.
Nunca
creyó ni por un instante que su hija fuera feliz. Y no entendía por qué, el
“Superior” siempre los había acompañado. Había acudido a ellos cada vez que lo
necesitaron. Más recientemente salvando la vida de su marido de una enfermedad
letal. Si el “Superior” estaba a su lado y ellos podían notarlo tan
evidentemente.
¿Por qué Alma era tan ingrata? ¿Por qué no podía alegrarse de
las cosas buenas que los rodeaban y ser feliz?
Hacía
tiempo que Clara dudaba de la sinceridad en los rezos de su hija. Por eso la
encerraba en su cuarto a orar. Y por eso oraba ella misma, rogando que el
“Superior” iluminara su camino.
Esa
chica iba a salir buena. No podía fallarle. Era cuestión de tener paciencia y
mantenerse firme.
Eso
pensaba Clara antes de dormirse.
Mientras tanto, las
lágrimas corrían por el rostro de su hija. Lágrimas de tristeza.
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